XLSEMANAL. Domingo, 25/ABRIL/2010
Animales de compañia, Juan Manuel de Prada
.....en su mirada asoma un brillo cordial, muy pudorosamente tímido, propio de una estirpe de hombres ya casi extintos que cultivan las pasiones antiguas de la lealtad y la sobriedad.
TODAS LAS NOCHES
Comí el otro día con Santiago Martín, el Viti, el gran torero de Vitigudino, que es uno de los hombres más habitados de sabiduría –una sabiduría que no se aprende en los libros, honda y ancestral, afirmada en la contemplación serena del mundo– que jamás me haya tropezado en la vida. El Viti tiene una voz salmódica y bien timbrada, cálida y viril, que tiene la virtud de sosegar los corazones y crear una suerte de encantamiento entre quienes lo escuchan, que se quedan suspensos ante ese caudal de palabras lúcidas y benignas, entre las que nunca asoma un exabrupto o una maledicencia. El Viti tiene una cabeza grande y patricia, cabeza de busto romano, hermoseada por la blancura ilesa del cabello y por la nariz prominente, levemente ganchuda, que avanza como una proa, descifrando los secretos que se agazapan en las esquinas del aire; y en su mirada asoma un brillo cordial, muy pudorosamente tímido, propio de una estirpe de hombres ya casi extintos que cultivan las pasiones antiguas de la lealtad y la sobriedad. El Viti, que es el torero que más veces ha cruzado a hombros la puerta grande de las Ventas, rehúye la crónica de sus hazañas pretéritas; prefiere hablar de su vocación como algo vivo, gozosamente vivo, una llama que nunca ha declinado su fuego. Y, con los setenta años bien cumplidos, y con más de treinta retirado de los ruedos, esa llama adquiere esa luz aquietada, tibia y reparadora que tiene la lumbre de una chimenea, a la hora del crepúsculo.
Comí el otro día con Santiago Martín, el Viti, el gran torero de Vitigudino, que es uno de los hombres más habitados de sabiduría –una sabiduría que no se aprende en los libros, honda y ancestral, afirmada en la contemplación serena del mundo– que jamás me haya tropezado en la vida. El Viti tiene una voz salmódica y bien timbrada, cálida y viril, que tiene la virtud de sosegar los corazones y crear una suerte de encantamiento entre quienes lo escuchan, que se quedan suspensos ante ese caudal de palabras lúcidas y benignas, entre las que nunca asoma un exabrupto o una maledicencia. El Viti tiene una cabeza grande y patricia, cabeza de busto romano, hermoseada por la blancura ilesa del cabello y por la nariz prominente, levemente ganchuda, que avanza como una proa, descifrando los secretos que se agazapan en las esquinas del aire; y en su mirada asoma un brillo cordial, muy pudorosamente tímido, propio de una estirpe de hombres ya casi extintos que cultivan las pasiones antiguas de la lealtad y la sobriedad. El Viti, que es el torero que más veces ha cruzado a hombros la puerta grande de las Ventas, rehúye la crónica de sus hazañas pretéritas; prefiere hablar de su vocación como algo vivo, gozosamente vivo, una llama que nunca ha declinado su fuego. Y, con los setenta años bien cumplidos, y con más de treinta retirado de los ruedos, esa llama adquiere esa luz aquietada, tibia y reparadora que tiene la lumbre de una chimenea, a la hora del crepúsculo.
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